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domingo, 18 de septiembre de 2022

Lengua y pensamiento


 

 

"Cada lengua es una forma de ver el mundo".

Es una frase que tenemos dentro de la cabeza, que aceptamos y que, de hecho, parece tremendamente lógica. Hay lenguas en que no existe el futuro, en español sí, entonces, tendremos que pensar el futuro de forma diferente, ¿no?

Me he encontrado con personas bilingües que incluso dicen que cuando hablan un idioma u otro cambia su personalidad. Tal vez si habla francés sea Goku y si habla estonio sea Freezer. Quién sabe. 

Aceptar que cada lengua es una forma de ver el mundo es abrazar un concepto que nos hace multiculturales, tolerantes, respetuosos y apologetas de la diversidad cultural y su belleza. Y todo esto está muy bien, que conste.

Sin embargo, más allá de desdoblamientos de personalidades un tanto difíciles de aceptar y de buenas intenciones, ¿qué hay de realidad en ello? ¿Es este mantra, casi dogma en ocasiones, cierto?

Pues, es en extremo complicado. De hecho, es complicadísimo, pero voy a intentar abordarlo (como siempre, muy superficialmente). 

Lo que vemos

Huelga decir que lo que los seres humanos vemos no depende ni de nuestra lengua ni de nuestra cultura, sino de unas facultades biológicas que todos tenemos igual (salvo personas con algún déficit, problema, enfermedad o no sé cómo denominarlo para que no suene chungo). 

O bueno, casi igual, porque los que tienen los ojos claros parecen tener más problemas con la luz o algo así. Independientemente de las diferencias que haya entre individuos en relación a la visión, su explicación es biológica, no lingüística, obviamente.

Lo que vemos, en primera y última instancia, depende de nuestros ojos y de nuestro cerebro (no me exijáis más porque esto queda muy lejos de mi campo). 

Da igual cómo lo llamemos: visión, percepción, recepción de estímulos visuales... las imágenes que crea nuestro cerebro de lo que nos rodea, definitivamente, no dependen de la lengua ni de la cultura. Es biología.

Vemos que la frase inicial, tomada al pie de la letra, no se sustenta. Pero claro, en realidad, creo que nadie quiere decir lo que acabo de criticar. En realidad cuando decimos esta sentencia nos referimos, más bien, a la forma de entender el mundo, de pensarlo, de razonarlo. Es decir, la lengua es pensamiento. Aquí ya empezamos a enfangarnos.

Pensamiento, cultura y lengua

Hay que tener muy claro que estos tres conceptos están íntimamente ligados: la cultura, la lengua y el pensamiento forman una combinación en la que es muy complicado poner límites. Incluso a través de la experimentación es difícil saber qué sesgo está más relacionado con la cultura o la lengua del sujeto experimental.

De hecho, la primera dificultad está precisamente en definir los tres conceptos. ¿Qué son? Incluso una vez definidos, ¿el pensamiento es un solo pensamiento, en bloque? ¿Pasa lo mismo con la cultura, con la lengua? O por el contrario, ¿podrían dividirse, creando subsecciones de pensamiento, lengua y cultura? Parece que es más posible que estos conceptos no sean indivisibles, y que partes de ellos sean más propensos a verse influenciados por otros.

Y más preguntas aún: el efecto que produce uno sobre otro, ¿es determinante o es una influencia? Si es determinante, entonces A dependería totalmente de B, si es una influencia, supondríamos una determinada libertad a la parte influenciada. Pero esa influencia, ¿es mucha o poca? Si es poca, ¿lo suficiente para que sea relevante o no?

Como veis, el tema es complejísimo, y dentro de todas las preguntas que he puesto aquí se podrían hacer muchas más, y dentro de cada respuesta a estas preguntas se plantean varias hipótesis diferentes. En fin, el tema parece estar lejos de solucionarse, sigue causando mucha polémica entre los estudiosos (no solo lingüistas, también psicólogos, antropólgos...) y es uno de los asuntos de los que se crea más literatura científica en la lingüística teórica. Además, está muy de moda actualmente, aunque no siempre fue así.

La historia de la polémica

Que el mundo cambie según la lengua que hablamos es algo que ha acompañado a los pensadores de casi cualquier época, pero para llegar a nuestra actual concepción y a la teoría de la que hablaré luego tendríamos que empezar, tal vez, en el siglo XVIII (es donde me parece a mí que hay que comenzar).

En esa época, en la Francia ilustrada, se comienza a hablar del pueblo, de la nación. Lejos de lo que hoy nos viene a la mente cuando pensamos en la nación, al menos a determinados sectores de la sociedad, el término fue para estos ilustrados galos algo civil, legal, burocrático: el individuo que forma parte del y responde ante el derecho de un estado. No tenían aquí cabida, en principio, los parámetros culturales, lingüísticos, etnográficos o antropológicos que le asociamos hoy día. 


En el siglo XIX, con el romanticismo, surgió también el nacionalismo, un movimiento nacido en las capas burguesas de la sociedad que buscaba la independencia, unión o simplemente la exacerbación de lo que ellos consideraban un grupo humano que compartía una historia, tradiciones o lengua común. 

La nación pasó de ser un concepto legal a ser un ente visceral, vivo, que tenía alma y que era milenario, casi una especie de idea divina que había estado en el corazón de su pueblo durante una existencia que no tiene principio ni fin. Encontramos esta imagen en casi todas partes: ¿alguna vez habéis pensado por qué se llama reunificación italiana, si Italia nunca había estado unida políticamente? ¿O por qué se habla de la reconquista como una hazaña de la nación española, cuando España en esa época no era más que un concepto geográfico? ¿O por qué se habla de confederación catalano-aragonesa, cuando los reyes firmaban como rey de Aragón y nada más? Todo eso es nacionalismo decimonónico paseándose en nuestros tiempos.

Esta visión casi religiosa o espiritual de la nación tuvo muchísimo éxito en Alemania, claro, país que se benefició muchísimo de este movimiento, puesto que nació y ascendió política, cultural y económicamente gracias a él.

Alemania fue uno de los países que más población dio a las 13 colonias americanas, dependientes del Reino Unido, durante su fundación y las décadas posteriores a su independencia ya como Estados Unidos.

Así, muchos alemanes intelectuales que emigraron llevaron consigo sus ideas románticas y nacionalistas. Esta idea comenzó a salirse de la política y la literatura y se expandió por toda la cultura humana, incluida la ciencia.

Hago aquí un paréntesis porque esto puede resultar sorprendente. Normalmente confundimos ciencia con los fenómenos que estudia la ciencia. Que el fuego queme no es ciencia, es un fenómeno natural, la ciencia es el método de investigación que se aplica para analizar, comprender y explicar ese fenómeno. Y la ciencia cambia, cambia tanto que cosas que antes se explicaban científicamente ahora nos resultan ridículas (como todas las teorías raciales del siglo XIX, perfectamente comprensibles, que no justificables, dada la época en que surgieron).

La ciencia no es ni exacta ni perpetua, es un producto de la cultura humana que cambia con el tiempo.

Pues, así tenemos, a finales del siglo XIX y principios del XX, sobre todo en EE. UU., una metodología influenciada por las teorías nacionalistas imperantes.

Claro, obviamente no todas las ciencias son igual de permeables a las modas culturales, será más difícil, pero no imposible, que un físico se deje llevar por una moda estudiando un rayo de luz, será más fácil que así sea en las ciencias humanas y sociales.

Y entre estas hubo una donde el ideario nacionalista estuvo muy presente: la antropología. Curiosamente, la lingüística en EE. UU. en aquellos tiempos se consideraba una rama de la antropología, y no eran lingüistas de formación los que se dedicaban a ella, sino antropólogos que intentaban, según sus métodos antropológicos, sacar conclusiones lingüísticas.

La lengua es uno de los pilares del nacionalismo: es lo más superficial, la primera diferencia palpable entre grupos humanos más allá del color de su piel o la forma de sus ojos o narices. Así, para los nacionalistas, la lengua es uno de los reflejos más evidentes del espíritu y alma milenaria e inmutable de su supuesta nación y, a su vez, una de las principales cosas que las diferencia de las otras (porque siempre debe crearse una otredad, lo ajeno, lo diferente, lo que no es el yo, es una base de esta ideología crear barreras).

Así, en la Alemania de finales del siglo XX había dos escuelas lingüísticas bien diferenciadas: una asociada a los neogramáticos y su estudio comparativo e histórico de las lenguas, y otro más sociofilosófico que tenía una visión más política de la lengua como identificadora de la nación. Esta visión de la lingüística sigue existiendo no solo en EE. UU., sino también en zonas concretas de Europa.

Por qué, mientras en Europa existía una vertiente científica cuyo origen está en los neogramáticos, en EE. UU. triunfó la versión romántica, es algo que podría explicarse por la reciente independencia del país, que buscaba un alejamiento total de su antigua metrópolis. La versión estadounidense del inglés era la que expresaba el espíritu de la joven nación, y no el inglés británico. A esto tenemos que sumarle la convivencia con todas las lenguas nativas americanas, que eran tan diferentes de las europeas y que sirvieron para reivindicar la igualdad, la inferioridad o superioridad de unos sistemas lingüísticos sobre otros.

Así, en el joven estado, para bien y para mal, la lengua y el lenguaje siempre fueron de la mano con el estudio de la cultura y la sociedad.

El siglo XIX fue pasando y a principios del XX apareció una persona que fue fundamental en el estudio de la relación entre el pensamiento y el lenguaje: Edward Sapir. 


Sapir fue un antropólogo estadunidense, alumno del también antropólogo Franz Boas (que también juega un papel importante en la historia de la lingüística) y profesor de Benjamin Whorf. Fue el primero en trabajar seriamente sobre la hipótesis de que la lengua que hablamos afecta a nuestra forma de pensar, y si bien no mostró nunca una actitud radical o extremista en el asunto, su alumno, Benjamin Whorf, sí afirmó que nuestro pensamiento viene determinado por la lengua que hablamos.

La teoría de que el pensamiento está moldeado por la lengua, ya sea influenciado o determinado, se conoce como teoría de Sapir-Whorf, y tuvo mucho éxito durante la mitad y en el último cuarto del siglo XX, aunque se abandonó a finales del siglo pasado. No obstante, en los últimos años ha retomado su antigua vitalidad.

Es posible que se abandonara porque en aquel momento se defendían las tesis más radicales, poco creíbles, de índole más determinista, mientas que ahora los llamados neowhorfianos abordan la problemática desde versiones más suaves que no hablan de determinación, sino de influencia.

Por tanto, podemos decir que el determinismo lingüístico, es decir, que tu forma de pensar depende de tu lengua, es una corriente de investigación abandonada después de varios experimentos empíricos en que se demostró que es poco o nada sostenible.

Entonces, ¿nuestra lengua afecta o no a nuestra forma de pensar? Deja de enrollarte

Podemos diferenciar cinco actitudes principales ante el problema:

1) nuestra lengua determina el pensamiento (determinismo),

2) nuestra lengua influye mucho en nuestro pensamiento,

3) nuestra lengua influye en nuestro pensamiento,

4) nuestra lengua influye poco en nuestro pensamiento y

5) nuestra lengua no influye en nuestro pensamiento (pensamiento autónomo).

La primera opción está actualmente abandonada. Sobre las demás, no solo hay muchísimas opciones entre cada punto que se acercan más al superior o inferior, sino que, además, prácticamente cada autor que escribe sobre el tema tiene una visión personal. El asunto es, por lo tanto, inabarcable.

Las propuestas actuales más serias varían entre los puntos 2 y 4, y parece que se tiende a no considerar ninguno de los tres conceptos (pensamiento, cultura y lengua) como estancos. Así, normalmente un estudioso del tema diría que parece que hay una relación entre determinados aspectos de la cultura, ciertas partes del pensamiento y algunas características de la lengua en particular. 

No obstante, también parece cierto que ningún concepto de la mente humana es incomprensible por otra mente humana. Por ejemplo, es famoso el caso de la percepción del futuro. Un hispanohablante piensa el futuro como algo que está delante, un chino como algo que está abajo, y un vietnamita como algo que está atrás (y esta es mi favorita, la explicación sería que lo que está a tu espalda es desconocido, oscuro, misterioso, indescifrable, como el futuro, mientras que lo conocido lo tienes enfrente, lo puedes ver, como el presente o los recuerdos del pasado). Sin embargo, tal como acabo de hacer, si explicamos el porqué y las razones y los conceptos pertinentes del futuro en vietnamita a cualquier persona del mundo que hable cualquier lengua, rápidamente podrá aprenderlos, comprenderlos y asimilarlos. Es decir, nuestra lengua no condiciona nuestra capacidad de aprendizaje de las diferentes formas de pensar la realidad o un constructo conceptual ajeno.

Asimismo, es difícil decir que el hablante de vietnamita vea el futuro detrás de sí por una razón meramente lingüística. ¿Cómo podemos asegurar que no es algo cultural? Tal vez haya un poco de todo.

Hay, además, mucha gente que defiende esta teoría porque piensan que es la mejor justificación para defender la protección de las lenguas y detener la velocísima muerte de idiomas que sufrimos en la actualidad. Tanto si creemos o no en la teoría de Sapir-Whorf, deberíamos defender las lenguas no (o al menos no solo) por la relación que crean entre el individuo y la sociedad con su mundo, sino, simplemente, en tanto lenguas, y valorarlas como lo que son: estructuras únicas e irrepetibles. Este es un tema para otro post.

Conclusión

Seguro que estabais esperando un sí o un no rotundos que os dejaran tranquilos de alma y espíritu, pero la verdad es que no lo hay. Este apasionante tema es el océano Pacífico y nuestros conocimientos no son más que los archipiélagos de pequeñas islas que se pueden encontrar muy de vez en cuando navegando por él. 

Es uno de mis temas favoritos de la lingüística, no solo por la trascendencia que tendría para el ser humano saber cómo funciona la relación entre tres aspectos tan fundamentales tanto social como individualmente, sino también por lo misterioso que resulta. 

En fin, espero, al menos, que hayáis disfrutado un poco de la larga lectura y hayáis aprendido algo.


Bibliografía


Antonio Blanco Salgueiro La relatividad lingüística (variaciones filosóficas) ediciones Akal S.A. 2017, Tres Cantos (Madrid)

María Xosé Fernández Casas Edward Sapir en la lingüística actual, líneas de continuidad en la historia de la lingüística histórica Servizo de publicacións e intercambio científico Campus universitario sur, Santiago de Compostela, 2004

Oswald Ducrot Princípios de semântica lingüística Hermann, París, 1972

 

Imágenes

Cabecera: una cabeza con un espectograma que lo atraviesa. Mola ¿no? (Wikimedia Commons)

Primera imagen: un ojo humano, la he puesto porque es un poco malrollera y eso me gusta. (Pxhere)

Segunda imagen: una pintura de Goya de ambientación muy de finales del siglo XVIII (aunque a lo mejor es de principios del XIX, yo qué sé). (Filatelissimo)

Tercera imagen: el bueno de Edward. (lex.dk)

4 comentarios:

  1. Me ha recordado a "La llegada" (The arraival). Buen artículo reflexivo.

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    1. Hola, Nacho:

      Efectivamente, esa peli (que me encanta) se fundamenta en esta teoría, aunque es más fantástica que científica en sus conceptos.

      Un saludo y gracias por comentar.

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  2. ¿Cómo es posible suscribirse al blog? No me aparece la opción en la versión móvil y me da error en el enlace de la web. Un saludo.

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    1. Hola, Pensar en Lengua:

      Pues no lo tengo habilitado, pero lo voy a hacer en breve.

      ¡Muchas gracias por tu comentario!

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